Rómulo Bustos poemas ilustrados, Ese otro insondable sonido

Posfacio a un bestiario

POSFACIO

RÓMULO BUSTOS O EL MÍSTICO SONRIENTE

Posfacio a un bestiario

Puestos a hablar sobre animales, Rómulo Bustos es un pájaro numeroso. Puede volar como el débil insecto que las hormigas arrastran. O suspenderse en el mar como una enorme ballena. Libro tras libro ha venido constelando su bestiario alucinado, contra todas las leyes de la gravedad.

Hay animales de agua que braman en los bordes del mundo. O árboles que relinchan en los colegios. Mantarrayas que aun divididas por dos muchachos, conservan en sus partes separadas “alguna oscura memoria de su vuelo”.

La poesía ha sido dramática casi siempre. Especialmente, la poesía colombiana, que pareciera condensar en sus silencios todo el peso de la historia. Y Rómulo Bustos sabe esto. Pero también que la poesía puede jugar con la trascendencia, para ayudarnos a vivir:

PÁJARO

Hoja suelta

que no acaba de caer

dulcemente prendida de las ramas

del cielo

Vengo leyendo estos poemas-animales hace unos veinte años más o menos. Y ahora los vuelvo a leer con el mismo asombro, cuando el poeta es un querido amigo. Puedo decir en mi caso que esta hoja suelta no ha acabado de caer. Y es el niño, una vez más, el que observa atentamente el instante de la adivinanza.

Muchos han visto en la poesía una vuelta a la infancia. “El niño es el padre del hombre”, decía William Wordsworth. O a la mirada invertida de los niños, frente a la cual siempre parece que estamos desnudos. Y habría algo de esto en la poesía de Rómulo Bustos. Aunque tampoco se ahorre asperezas para decir “carroñero” o “efímero”.

El poeta ha tenido que desandar lo aprendido “para volver a hablar como las águilas callan”, la frase es de Rubén Darío. Ha tenido que aprender a bailar sobre las páginas. Tal como lo hacen las hormigas y las ostras, tal como lo hacen los peces y las garcetas.

Después de leer estas páginas, no sabemos con certeza si la disposición de las palabras en el texto no responde a los caprichos de un pájaro. O si los negros y los blancos son los últimos rastros de un cortejo anterior.

Y entre estas palabras animales el propio Bustos ha continuado mutando. Multiplicando animales que antes no estaban, a la manera de los medievales, o simplemente al señalar la ambivalencia de los que todavía sobreviven, al tiempo en que como especie los estamos desapareciendo.

Se cuenta que Nietzsche –fue lo último que escribió, su último gesto filosófico– abrazó a un caballo que era azotado brutalmente en las calles de Turín. Y esto también lo haría Rómulo Bustos, solo que veladamente.

Existen en la poesía universal distintos tipos de bestiarios. Y hay animales alegóricos o imaginarios. Humanizados o simplemente contemplativos. Incluso personales. En Bustos, los animales son realidades paralelas. Al tiempo en que desaparecen del mundo, en sus páginas se proliferan; como si la poesía se tratara de una segunda naturaleza.

Todo vuela o se suspende. Todo baila. Estos poemas son “lo eterno” que siempre está ocurriendo ante tus ojos. O lo que huye todo el tiempo ante tus ojos, dejando en nosotros su vacío.

En uno de los poemas, quizás mi favorito de este bestiario, Bustos compara su oficio con un paco-paco, un insecto que canta con las patas traseras. En el poema el insecto ha perdido una pata, como el poeta la mitad que lo acercaba a la divinidad:

…Miro al animalito tratar en vano de frotar la una

con la no-otra pata

y me es inevitable evocar el conocido epigrama zen

que enigmáticamente se pregunta: ¿Cómo es el

/sonido de una sola mano

que aplaude?

¿Existe, acaso, ese sonido?

Y tú, Bustos, tratas también de frotar, de

/desplegar tus dos patas traseras,

tu ala única

y entonces escuchas (o imaginas o crees o quieres

/escuchar)

ese otro insondable sonido que te responde

desde qué matojo

desde qué inescrutable esquina del paisaje, desde

/qué silencio

Miles Davis, en medio de los ensayos de Kind of Blue, hizo esto mismo frente a los músicos confundidos, que no entendían el ritmo de esta música nueva. Simplemente, golpeó sus manos una vez, y después de ellas dejó que se escuchara el silencio.

Los poetas, para decirlo en términos algo esotéricos, han perdido en las ciudades las palabras que iniciaban el fuego; ese lenguaje creador que era la misma sustancia del paraíso. Pero aún a ciegas siguen hablando de las llamas, y en sus palabras palpitan todavía las cenizas. Siguen golpeando la patica que les falta, tratando de nombrar ese misterio.

Hace tiempo los pájaros se han ido. Es el final del mundo. Ya no se oyen en los techos sus gorjeos. Pero Bustos, como ese pajarero de su poema, sigue escuchando los ecos en la jaula vacía, “se detiene y aguza al aire el oído, como si escuchara su canto”.

Otros poetas colombianos han dejado sus silencios animales. Horacio Benavides, por ejemplo, más recientemente Fátima Vélez y Tania Ganitsky. En Bustos, los animales adquieren una mística cotidiana. El poeta juega con ellos, pero también les reza. Como al borde de los poemas. Quizás los animales sean los gestos silenciosos de un Dios ausente, solo que no los escuchamos.

De pronto Dios, como lo dijo alguna vez Spinoza, sea la misma naturaleza. Esos insectos que se elevan. Esos simpáticos carroñeros. Y el ser humano, “delicado pariente del gusano y el ángel”, decía Héctor Rojas Herazo, quizás sea el único que no lo entiende. O quien debe aprenderlo nuevamente mediante la multiplicidad.

Es ahí cuando contemplamos a estas garcetas que esperan por los peces, como una oscura danza sagrada. Y escuchamos a las aves que ríen sobre los patios del Caribe. Como si hubiera sido nuestra infancia.

Rómulo Bustos es un pájaro de muchos cantos. Y un poeta zen en la abundancia de los trópicos. Y un hombre que danza sobre las páginas. Pero también es un místico que sonríe.

Por: Santiago Espinosa

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