Trozos – Pablo Montoya

En Viajeros, Pablo Montoya pone en práctica una de las capacidades humanas más asombrosas: la metamorfosis. Con su sensibilidad de poeta se aventura a sentir las vidas y encarnar las voces de 65 seres que no fueron él. Elias Canetti -que estudió a profundidad este fenómeno- define la metamorfosis como la capacidad de vivir experiencias ajenas desde dentro. Es decir, sentir como propia la sensación ajena. En los poemas en prosa que componen Viajeros, Montoya lo consigue: deja de ser él para convertirse en otros; cede su identidad y su voz a quienes ya son pasado; en cada página los revive, y aprende una nueva posibilidad de ser. 

Pocos saben tanto de la metamorfosis como los escritores y los niños. Querer ser muchos, acumular sensaciones que parecían exclusivas de otros, es una de las pasiones que originan la literatura.

Queremos compartir con ustedes tres poemas de este libro, el más reciente en nuestra colección Poemas Ilustrados. Para acompañar los escritos, las ilustraciones de otro gran artista: José Antonio Suárez Londoño. Esperemos que los disfruten.

Ilustración, página 33.

Moisés


¿No sufrí la humillación, el destierro, la agonía de saberme de ninguna parte? Pudiendo espantarme con el paso de mis horas, y olvidar tu designio, obedecí. Me alejé del hogar. Dejé de ser amante. Abandoné a mis hijos para conducir un pueblo. Dijiste: tira el báculo, envilece las aguas. Y lo hice. Dijiste: avisa el castigo a los primogénitos. Y lo avisé. Crucé entonces ese mar delirante. Con una multitud insensata erré durante cuarenta años. Quizás ese tiempo no sea nada para tu conciencia infinita, pero fue la esencia de mi tiempo. La arena del desierto no solo carcomió mi cuerpo, también secó los rasgos de la ilusión. Si fui soberbio, fue para no sucumbir a un derrumbe que me pareció ineludible. Si tuve excesos, ellos apenas mostraron una frágil imagen de los tuyos. Pero ahora dices que la tierra ansiada no la pisarán mis pies. Y ordenas mi retiro. Como si yo fuera una cosa gastada e inútil.
Inmigrante en París

Vengo del sur. Durante meses mis faenas han sido subterráneas: vender maní en improvisados tenderetes, tocar una variedad de tambor en procura de monedas. Los días son confusos cuando ofrezco hachís en rincones de este hormiguero maloliente. Pero hoy he llegado a la estación de Barbès, y viajo por sus túneles. Hombres de Sri Lanka calientan castañas en reverberos de lata. Hay volantes de prestidigitadores de Nigeria. Y una voz grita doctrinas de libros muertos. Estoy aquí porque en uno de mis sueños una mujer siempre me está esperando en Barbès, la estación del bullicio. Un hilo de vocecillas salidas de muñecas de cuerda sacude el aire. Las monedas caen, escasas, frente a dos niñas rumanas que cantan. Algo semejante a la alegría me abruma cuando veo a la mujer entre el tumulto, los mismos ojos oblicuos que me miran en mi dormir agitado. Un grupo de vendedores de relojes nos separan. Pero, de repente, una señal basta. Todos desbaratan sus mercados. Una breve aceleración del estrépito culmina con la visión de los pasillos vacíos. Y donde antes hubo puestos de oferta, hay contingentes de policía que, asombrados, reconocen estar en Barbès, la estación del sosiego. Una anciana me saluda, mientras da dátiles a un niño. En el lugar de las castañas, alguien lee el diario. A la espera del tren, dos adolescentes se besan. Y comprendo que mi búsqueda se inicia una vez más.

Ilustración, página 97

Un astronauta

Veo la tierra. Flota en el espacio. Certeza de que en esta oscura inmensidad de luces Dios existe. Pero no está conmigo.

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