“Podemos haber nacido para la muerte, pero no para el sufrimiento”

Entrevista a Lidia Jorge

A sus 77 años se renovará. Dejará atrás el pasado para responder a los desafíos de un mundo que, en dos años, ha cambiado. Es la única voz en lengua portuguesa que recibe el Premio Médicis. Además, es la Consejera de Estado que representa a la “gente corriente”.

POR LUCIANA LEIDERFARB (TEXTO) Y ANA BAIÃO (FOTOGRAFÍAS)
A Revista do Expresso (26 de enero/2024). Traducción por Renato Sandoval Bacigalupo.

Es un jueves tormentoso en Lisboa, pero el simple gesto de abrir la puerta ahuyenta el duro paisaje. En el interior todo es una cálida penumbra, objetos elegidos y ordenados, libros, marcos, cuadros en las paredes. Destaca uno en particular, de Luzia Lage, figurativo y al mismo tiempo fantasioso, una mujer de cuya falda emerge el hombre y la casa y el paisaje. Vista desde el pasillo, Lídia Jorge es una silueta recortada a contraluz. Al hablar, sus rasgos se revelan plenamente. La suavidad de la voz no siempre coincide con la dureza o firmeza de lo que se dice.

Licenciada en Filología Románica, docente, escritora multipremiada, primera en lengua portuguesa en recibir el Médicis Étranger, autora de trece novelas y siete libros de cuentos, además de ensayo, teatro y crónicas, invitada por El País para ser una de los cuatro autores que suplen el espacio de Mario Vargas Llosa—, nació en Boliqueime y vivió en Mozambique, tiene dos hijos, está casada. Tiene 77 años, que aún no siente. Y una idea de la inconsistencia estructural del mundo, de su capacidad de regresión.

Su última novela, Misericordia, que escribió “sin miedo” y a petición de su madre, tiene un tono intimista que no se va a repetir. Pero algo está cambiando en las divagaciones de Lídia Jorge. “Mi pregunta es si vale la pena pasar dos años escribiendo todo lo que he escrito. Porque parece que estoy respondiendo a un mundo que ya está leído, cerrado”. Los desafíos hoy son diferentes. Y es mirando el hoy que ella quiere escribir.

Hace unos años dijo que “todo lo que es exposición pública es rudo”. ¿Cómo afronta el presente, después de un año como 2023?
Todavía es difícil. Pero lo entiendo como un intervalo necesario, que corresponde a la secuencia del agradecimiento. Por eso creo que debo hacerlo, sabiendo que no es un propósito, sino una forma de responder a quienes quisieran mantener un diálogo conmigo. Lo que me importa ahora es volver a escribir antes de que las fábulas que tengo dentro de la cabeza desaparezcan, porque desaparecen.

¿Desaparecen?
Siempre tengo fábulas. No soy una escritora que sufra de falta de tema. Lo que siento es falta de tiempo, algo que me ha perseguido toda mi vida y que a veces me aleja de las mejores oportunidades [de escribir]. Siempre quiero volver a mi lugar.

¿Qué hace con las historias que le llegan? ¿Escribe notas?
Casi siempre anoto, pero ellas existen al margen del mundo literario, es un juego que desde niña hago con la vida. Es mi vida interior, mirar el mundo y fabular constantemente. Mi madre pensaba que yo siempre mentía y era muy difícil entender que no, que lo que hacía era otra cosa. Pero ella y el mundo me obligaron a separar la invención de lo real, a alinearme con este contrato que es responder a los demás con verdad.

¿Y ha podido escribir?
He escrito mucho, pero son textos episódicos, crónicas, prólogos de publicaciones… No son lo que es mi “servicio”.

Después de tanta unanimidad, ¿no se siente condicionada?
Eso no me toca, no me ahoga. Es como si no me hubiera pasado a mí, sino a mi sombra. Es decir, es la circunstancia, no lo esencial. La dificultad es que estaba iniciando una obra cuyas primeras páginas tenía escritas cuando comenzó la pandemia. Me sacudió en muchos sentidos y terminé escribiendo este libro [Misericordia]. Sin embargo, aparecieron en el mundo algunas situaciones que me crearon una enorme perturbación, como diciendo que todo lo que había escrito hasta ahora es de un tiempo pasado. Como si hubiera respondido a un llamado de cosas en las que creía y, de repente, surgiera otro mundo. Llevamos dos años viviendo en otro mundo. Y yo fui una de esas personas que vio la pandemia como una lección importante, una especie de deus ex machina en el que no éramos nuestros propios adversarios. Pensé que la experiencia era tan profunda que seríamos mejores. Pero no estaba en lo cierto. Esto parece haber agudizado el instinto de violencia y atrocidad en ciertas partes del mundo.

¿Significa que esta situación cambia su relación con la escritura?
Yo suelo clasificar a los escritores, un poco a nivel doméstico, dividiéndolos en dos categorías: los que tienen un temperamento de ancla y los que tienen un temperamento de antena. Pensé esto a partir de una entrevista que escuché con Marguerite Yourcenar, en la que me di cuenta de que ella era una escritora-ancla. Ella va al fondo de la Historia, quiere arrancar el mundo entero del pasado para mostrar el presente. Yo pertenezco al otro grupo, el de los que son antenas y captan cosas en el aire, siendo atravesados ​​por el flujo de la realidad. Y es esta realidad inmediata a la que se responde.

¿Se cuestiona seguir escribiendo sobre el pasado?
Sí. Mi duda es si vale la pena dedicar dos años escribiendo todo lo que escribí. Porque parece que estoy respondiendo a un mundo que ya está leído, cerrado. Y los desafíos ahora son tremendos y diferentes. Soy una persona de esperanza y siento la necesidad de preguntar, en medio de esto, cómo escribir con esperanza. Cómo contribuir para que el instinto de supervivencia sea más fuerte que la laceración a la que nos vemos obligados.

Un día dijo que la literatura es un desafío contra la lógica del mundo. ¿Quiere responder a este desafío?
En este momento, ante un mundo que se presenta como una verdadera distopía, debe de haber cientos, tal vez miles de escritores frente a las computadoras haciéndose la misma pregunta: ¿cuál es nuestra palabra, para qué sirve, qué fábula contar? Me parece interesante que hoy la perspectiva de los científicos sea más negativa que la de los poetas, escritores y artistas. Creemos que el arte, la palabra, la invención son salvadores. Es la idea de que a través del arte, de la literatura, encontramos una manera de hablarle a un subconsciente colectivo que espera palabras de esperanza.

¿Pero es la misión del escritor dar esperanza?
Cada escritor tiene su propia misión. La mía es encontrar lo que siempre quise: acercarme a una verdad que aún está por descifrar. Es en esa verdad que queda por descifrar donde introducimos el significado de la batalla humana. ¿Cuál es el sentido de esa batalla? No sé cómo salir de la encrucijada. Pero cuando hablamos de ella, permitimos, como si fuéramos instrumentos musicales, que algo salga y hable a los demás, en una fraternidad instintiva por la continuidad. Ahora volvemos a los mitos antiguos, intentamos explicar la realidad a través de ellos, y este es el momento de Prometeo. Porque el desafío nunca ha sido tan grande. También es la época de Orfeo, especialmente esa variación del mito en la que le cortan la cabeza y la cabeza sigue cantando. Creo que es maravilloso pensar que tenemos en nuestras manos algo que puede prolongar nuestra existencia, de forma más pacificada, o condenarla.

En otras palabras, o desaparecemos o nos salvamos…
En los años 80 me marcó mucho el hard rock. Iron Maiden y otros roqueros cantaban sobre el reloj del juicio final, esa broma que hicieron los ingenieros atómicos en 1947, después de la bomba atómica, para medir el peligro en el mundo. De vez en cuando voy a verlo, y hoy estábamos a nueve segundos del Apocalipsis. Es una especie de parábola que nos dice que tengamos cuidado, porque hoy el mundo está en manos de cuatro o cinco personas con taras psicopatológicas. Dentro de un año posiblemente tendremos cinco psicópatas dominando el mundo. ¿Cómo saldremos de aquí? No soy pesimista, pero ser optimista sólo puede significar evaluar cuidadosamente los riesgos que asumimos. La literatura tiene ese papel.

¿La literatura toca el futuro?
Los escritores somos gente corriente, pero a veces logramos prestar atención a señales y presentimientos que pasan desapercibidos para los demás y fabular sobre ellos. Es a través del instinto de la belleza que se puede llegar a ese telón de fondo del futuro.

Pero ya ha reconocido que la literatura no sirve para nada, ¿verdad? Lo ha llamado “placebo”.
Sí, porque ella no lo resuelve, ella lo anuncia y pregunta. Cuestiona antes de que sucedan las cosas. En esto se encuentra relacionada con la Historia, pero es más fuerte que ella. La Historia lee el pasado, dice: el pasado fue así. La literatura expresa un deseo, propone una alteración de lo sucedido, una alternativa. Los escritores que leo más disfrutan usando su lenguaje en este sentido.

¿Cuál es su linaje literario?
Me cuento entre aquellos que se formaron a partir de la conciencia de la caída de los imperios. Hay toda una generación, que es la mía, que forma parte de este linaje. Que viene de Conrad y pasa por T. E, Lawrence, Olivier Rolin, Sven Lindqvist y muchos otros. Esto es desde un punto de vista histórico. Luego, por temperamento, aprendí principalmente de los sudamericanos. Y con escritores muy importantes en mi formación, como Faulkner. Este no teme el lenguaje, que fue un gran logro de los modernistas. El lenguaje no se utiliza sólo para traducir cosas, sino para ahondar en una esencia más profunda. Faulkner aprovecha la materia del suelo, de los seres que ve revolcándose en la miseria, ante el dominio del poder y la lucha contra el destino. Él pregunta: ¿por qué estamos abandonados por el destino? Esa también es mi pregunta.

Como escritora afincada en Portugal, ¿qué es lo que más le preocupa cuando piensa en el país?
A ver. Hay una pregunta catastrófica que a veces nos hacemos, y es: ¿cómo llegamos hasta aquí? Como si dijéramos: ¿cómo llegamos a esta miseria? Pero no es verdad. Lo que pasa es que no llegamos a donde queríamos estar. El balance es positivo y, mirando a otros países, no estamos tan mal. No tenemos la capacidad para evaluarnos a nosotros mismos porque el lenguaje se ha vuelto hiperbólico y nuestras reacciones son histéricas y momentáneas. Nos invade la sensación de imposibilidad de consuelo. Hemos perdido toda dimensión de comparación con el pasado o con otros continentes, y por eso nos evaluamos de forma cruda. Si no estamos bien, no estamos bien en relación con lo que nos prometimos. Una de las cosas que prometimos fue erradicar la pobreza. Y hemos fallado en eso, nuestra sociedad está hecha de pobres. A esto se suma un legado de mutismo, de no saber reclamar. Quedan excluidos aquellos que tendrían que reclamar pero que no saben cómo hacerlo. Hay personas que sufren inmensamente y no son capaces de formular su incredulidad, su malestar. Porque el pobre se acomoda, sofoca lo que es denuncia, la exigencia de lo que la democracia puede proporcionar, especialmente en un aspecto específico que es la distribución del ingreso. Debe haber otra noción de compartir y otra noción de propiedad. Y en esto somos un pueblo atrasado, premoderno.

En alguna parte dijo que la sociedad portuguesa aún vive con muchos traumas ocultos. La memoria de la carencia, del hambre, del analfabetismo, de la pobreza estructural. ¿Nos contentamos con poco?
Como sabe, Curzio Malaparte, en el último libro que escribió, Mama Marcia [Madre podrida], dice que los pobres no tienen capacidad de rebelarse, están asfixiados por su pobreza, y que no es de ellos que vienen los cambios. Portugal tiene un problema con la palabra pública, la gente tiene miedo de expresarse y le resulta difícil comprender la posición del otro. En los medios esto se ve claramente. No aprendemos esa cosa superior que es lidiar con la opinión del otro, escuchándolo sin irritación. Nos resulta muy difícil dialogar, crear consensos y alianzas, en todos los niveles de la sociedad. Hasta ahora eso se ha traducido en dificultad para crear riqueza, pero podría convertirse en una dificultad para gestionar las instituciones democráticas. Incluso en los diálogos familiares, las personas hablan por encima de las otras, no quieren escucharse. Lo extraño es que el mundo también se está volviendo así y nos ofrece en bandeja este modelo.

¿Y dónde encaja hoy el “remordimiento de todos nosotros”, como decía Alexandre O’Neill?
La palabra «arrepentimiento» estaba prácticamente prohibida. Pero él la dijo, y la dijo muy bien, porque el remordimiento es una fase de la culpa, una consecuencia, es lo contrario del insulto. Significa que todos somos responsables de una parte de lo que no está hecho. Los poetas sirven para algo, ¿no?

¿Dónde estaba el 25 de abril?
Estaba en Beira, en Mozambique. Me buscaron para decirme lo que estaba pasando y pensé: va a ser otro atentado contra Caldas. Pero a medida que pasaba el día y se volvía noche, se hizo el amanecer, un amanecer que venía del Atlántico, sabiendo de antemano que habría muchas dificultades, pero que no eran nada comparado con lo que surgiría. La mía fue una generación consciente de un error que no podía continuar. La guerra en Mozambique estaba llegando a un punto intolerable. Sin embargo, en ese momento no vi temor, vi gente muy feliz con lo que significaba un mundo nuevo. Cuando me marché en septiembre, no había ni una sola ventana intacta en ese país. La fuerza del resentimiento y la violencia fue tan grande que destruyó todo y aún no ha llegado a su fin. Ahora tengo el enorme honor de haber pertenecido a esa generación. Hoy veo a estos hombres que han perdido el pelo, con sus barbas blancas, y me conmueve. Tengo un cariño enorme por esas personas, que hicieron cosas enormes, que participaron y no ganaron nada para sí.

Respecto a la Guerra Colonial, ha reivindicado un aporte literario femenino. ¿Qué territorio es ese?
Un territorio pasivo, que no actuó, pero sí vio, miró, comprendió. Mujeres que no tenían una voz activa, pero entendieron lo que estaba pasando. Muchas eran niñas, guardan ese recuerdo y lo han narrado. Pongo el ejemplo de Margarida Cardoso, quien realizó varios trabajos en el campo del cine, incluida la adaptación de mi novela A Costa dos murmúrios.* La de las mujeres es una versión que sólo ellas pueden contar, precisamente porque no estaban involucradas en la acción, no estaban en el monte. Tuvieron tiempo de hacer una interpretación. Eso es lo que sucede en Costa dos murmúrios: Evita fue quien vio, a través de la ventana, cómo ellos se marchaban y cómo llegaban, cómo la guerra y la proximidad de la muerte alteran las relaciones humanas. Las mujeres tenían la noción de lo que era tener hijos en la guerra, conocer la muerte de los demás, enterrarlos. Hay muchas voces más recientes dando este punto de vista, como Dulce María Cardoso, Isabela Figueiredo, Djaimilia Pereira de Almeida. Leemos sus libros y vemos que son diferentes conciencias sobre el mismo tema. Pero siempre hay dos momentos: el de la guerra, en que se culpaba a los portugueses por mantenerla, y el de la culpa, por la forma en que terminó.

*Aparecido en español como La costa de los murmullos. Trad. de Felipe Cammaert. Bogotá: Ediciones Uniandes, 2023.

Por tanto, hay mucha culpa y remordimiento.
Sí, y es interesante ver la oposición, por ejemplo, entre un libro como Caderno de Memórias Coloniais [Isabela Figueiredo] y lo que escribe Paulina Chiziane. Porque ambas vieron que sus padres eran racistas. Eso difiere mucho de mi experiencia porque tuve un padre y un abuelo que emigraron a África, que vivían como colonos, pero respetaban a la gente. Y gracias a las cartas que leía de niña y a las fotografías, siempre tuve la idea de que había otras personas con las que mi padre y mi abuelo vivían y estaban integrados. Recuerdo que mi abuelo me escribió para decirme que sentía mucha pena por las mujeres de allí porque no usaban sostenes y sus senos quedaban deformes cuando tenían hijos.

Se fue a África para casarse en los años 60. Allí tuvo un hijo. ¿Cómo afrontó la revolución interior que eso implica y lo que el exterior le imponía?
Yo ya tenía conmigo a mi hija mayor. En ese momento sucedieron cosas inolvidables que dieron forma a mi mundo. Es decir, la situación en la que vino al mundo mi hijo. Fue algo muy hermoso. Él se demoraba en nacer, era perezoso, y cuando finalmente decidió salir a la luz no hubo tiempo para moverme, y el parto se produjo entre otras mujeres de la zona que también estaban en la misma situación. Tenían una expresión de dolor diferente a la mía, mucho más inteligente. Lo que nos transmitían a nosotras, mujeres europeas, era que no había nada que hacer, sólo tener el hijo costara lo que fuera y listo. Pero silbaban para ahuyentar el dolor. Mi hijo nació en medio de ese canto y la sabiduría de las mujeres de África.

¿Quiere contar el episodio que dio origen al inicio de Costa dos murmúrios?
Fue algo que me pasó en Mozambique, en una reunión social entre militares, en un hotel junto al mar. Ese hotel tenía cortinas rojas y la gente comía esos enormes camarones y bebía gin-tonic y güisqui. Afuera era de noche (el día pasaba inmediatamente a la noche) y hacía unos dos días había comenzado una lluvia de saltamontes verdes. Y había grupos que hacían fogatas, comían esos saltamontes y bailaban. Había tantos saltamontes que se creaba un halo verde alrededor de las luces. Entonces, adentro, el ambiente era rojo y afuera era verde. Yo todavía era una niña llena de sueños e ideas locas, acababa de graduarme, y de repente escuché a uno de los soldados decir: “Vengan acá y miren cómo esos salvajes comen saltamontes”. Y en lugar de quedarme callada respondí: “Pero ¿cuál es la diferencia entre camarones y saltamontes?” De hecho, todos estábamos haciendo lo mismo, estábamos comiendo. Sépalo usted, guardé esa imagen, pero no para usarla. Pensé que nunca escribiría sobre África.

¿Por qué?
África me dio un saber que de otra manera nunca hubiera tenido, pero al mismo tiempo fue algo muy duro, la época más difícil que he vivido. Hubo cosas buenas, como el muchacho que cuidaba a mis hijos. Su nombre era Mário Semente; era el nombre que él mismo se había puesto. Cuando me fui, me escribió un mensaje que guardé: “Para mi señora, de parte de su niño”. Si lo leo desde la distancia, la cultura woke pensará que soy una mera colonialista. Pero eso lo rechazo; él usó “niño” porque no tenía otra palabra, porque esa era la palabra que usaba con mis hijos. Por tanto, si hubo un aprendizaje muy humano, también hubo experiencias brutales, presenciar muertes, tener desencuentros, ver mujeres mucho más retrógradas que sus maridos; yo, que provenía de la Facultad de Artes con la idea de Aragon de que la mujer era el futuro del hombre, como le dijo a Elsa Triolet, llegué allí y entendí que muchas mujeres eran el pasado de los hombres. Esa fue una de las cosas que más me costó, junto con la guerra, que se sabía que estaba perdida, que éramos los últimos, que estábamos contra la Historia, que era inútil estar ahí.

Esa “insolente” Lídia de juventud es hoy una de las tres mujeres entre los dieciocho hombres que componen el Consejo de Estado. ¿Qué comentario merece esa desproporción?
Estos órganos son conservadores. Porque, por ley, tienen que ser un espejo de las estructuras políticas. Y en esas estructuras los hombres siempre han dominado. Es un órgano que por su constitución figura a la zaga de la Asamblea de la República. Cuando las estructuras políticas tengan más mujeres, ese órgano cambiará. Ahora, entre los miembros del Consejo que se eligen, me parece que el Presidente hizo una renovación, eligiendo a dos mujeres.

¿Cuál es su papel allí? ¿El papel que planteó para usted?
Yo tengo un rol diferente y cuando dicen “señora consejera” me confundo. Pero aprendo, lo disfruto. Fue mi hijo quien me dijo, cuando consulté a la familia y tenía dudas de que no me convenía: “Mamá, ya no eres joven, hay cosas que sólo así aprenderás”. Ahora bien, uno no es miembro del Consejo de Estado para aprender. Se va ahí para hacer. Eso es lo que usted me pregunta, ¿no?

Las otras mujeres provienen de la política y la justicia. Lídia es, digamos, un pez fuera del agua. Mi pregunta es sobre su misión.
Digo lo que pienso, soy independiente. No tengo afiliación partidista porque siempre quise ser libre y me cuesta someterme a grupos. Por tanto, me posiciono como observadora y como persona del pueblo que soy. Pertenezco al pueblo. Viajo en tren, sé lo que significan las huelgas. Voy a las escuelas y sé lo que significa todo el alboroto que ahí se produce. Me paso la vida inmersa en situaciones concretas, y sobre todo digo lo que pienso en cada momento. ¿Cuál es el papel del tonto? Es decirle la verdad al rey. No quiero llamarme así, pero siempre hay alguien que tiene que decir sin miedo lo que piensa.

¿Tiene un papel más espontáneo y menos institucional?
Otras personas también quieren tenerlo, pero están ahí con tal carga de trámites que les resulta imposible. Yo vengo de la escritura, un ámbito de profunda libertad y sentido crítico. Soy crítica y más aún con aquellos a quienes ideológicamente estoy más cerca. Esa es mi voz, la de una persona común y corriente.

¿Pero aceptaría un cargo político?
No, nunca.

¿Ni siquiera como diputada?
Ni siquiera diputada. Me lo han ofrecido, me lo han ofrecido todo, pero nunca he querido nada. Sé que no sería buena. No tengo apetito de poder ni de gloria. Y, por otro lado, hay un sacrificio que hace la gente que yo no estoy dispuesta a hacer. En nombre del bien común, tener que escalar a veces… no era capaz. Soy capaz de secretos, pero no de ir en contra de mi conciencia. Por eso no podría estar en un partido ni ocupar un cargo político.

Pero usted es una ciudadana con opinión.
Dicen que sí. Y también dicen que acercarse al poder quita esa capacidad. En mi caso, si estaba cerca de él, nunca pedí nada para mí ni para nadie más. Estoy completamente exenta de todo eso, digo lo que pienso, y cuando las cosas no van bien cierro la puerta y me voy. No lo hago por valentía, lo hago con naturalidad.

¿Y compra guerras?
Las compro cuando valen la pena. Algunos dicen que soy demasiado mansa, pero yo no me veo así. Por ejemplo, sostuve que las mujeres tienen derecho a interrumpir su embarazo si no quieren tener un hijo. Por eso me peleé, y creo que es un tema cerrado en nuestro país. Me hice de enemigos; eso sucede. Cuando salía de casa, mi madre tenía una oración muy divertida, que decía: “Que sólo los buenos ojos te vean, que sólo los buenos pasos te sigan”. Mi abuelo paterno profería la misma oración a sus nietos, pero con un final diferente: “Que tu ala sea más fuerte que la espada”.

Como escritora reconocida y tras ganar el Médicis, ¿cuál es su lugar en el canon de la literatura portuguesa?
Soy de una generación muy definida, a la que pertenecen João de Melo, Lobo Antunes, Mário de Carvalho, Mário Cláudio, Teolinda Gersão, Hélia Correia, grupo que aparece especialmente con el 25 de abril. En aquella época había un matrimonio de dos cosas que nos unían: habíamos adquirido los conocimientos de los modernistas y estábamos en un país que había permanecido prácticamente inmóvil hasta mediados del siglo XX y que después vivió con la esperanza de cambiar. En ese sentido, fuimos los relatores del país. Hace unos cinco años me pidieron que diera una charla en el King’s College sobre la esencia de la lengua portuguesa y recordé un poema escrito por Amália Rodrigues, que dice: “Tenía un corazón, se marchó, pero sé que voy a encontrarlo atrapado en el cieno del río o anclado en el mar”. Varios escritores siguen pensando en la portugalidad, y no se trata de aferrarnos a un viejo terroncito que no entiende la modernidad; se trata de inscribirnos como actores en el mundo, que tuvieron y tienen un papel. Hay libros que marcan una continuidad, por ejemplo, Uma viagem à India, de Gonçalo M. Tavares, A Baía dos tigres, de Pedro Rosa Mendes, As primeiras coisas, de Bruno Vieira Amaral, Não se pode viver nos olhos de um gato”, de Ana Margarida de Carvalho, o O retorno,* de Dulce Maria Cardoso. Además, la literatura de los jóvenes es muy diversa, toca temas globales, como Joana Bértholo. Creo que nuestra literatura responde perfectamente al desafío, manteniendo, de hecho… ¿cómo explicarlo?

*Aparecido en español como El retorno. Trad. de Jerónimo Pizarro. Medellín: Tragaluz Editores, 2015.

¿Un tono?
Sí, un tono.

Ha afirmado que hay escritores que escriben desde el estante, pero que Lídia es de los que escriben desde el suelo. ¿Como así?
Quería decir que voy al encuentro de Virginia Woolf cuando señaló que lo mejor de la literatura proviene de circunstancias no literarias. Con el modernismo, la aventura de escribir un libro pasó a ser más importante que escribir la aventura, es decir, su envoltorio, la parte lingüística, su poética eran más importantes que la historia que se cuenta. Ahora bien, yo pertenezco a otro tipo de escritores, a los que apuestan por la historia. Aristóteles definió al hombre como un animal que ríe, yo diría más bien que es un animal que cuenta historias, que cuenta su historia. Y al hacerlo lucha contra la naturaleza. Por todo esto escribo con una especie de bibliografía pasiva, no necesito mostrarla. No me interesa en absoluto la intertextualidad, y si ocurre es absolutamente por casualidad. Tengo prisa por contar una historia.

Si tuviera que resumir su infancia en dos imágenes, ¿cuáles serían?
Una, muy fuerte, es cuando descubrí que los hombres eran diferentes de las mujeres. Sucedió que, allá en Algarve, había una muchacha que, durante la pubertad, empezó a acostarse con varios chicos, y en un momento quedó embarazada. No sabía de quién, pero los padres eligieron al muchacho que tenía más patrimonio, el más rico. Incluso acudieron a los tribunales. En un momento, la muchacha tuvo al bebé. Nosotros, niños, en ese momento en el campo, fuimos a verlo. Había unas mujeres maduras inclinadas sobre la cuna, mirándolo, tratando de adivinar de quién era el niño. Y la muchacha tumbada en la cama, con la cabeza vuelta hacia la pared, avergonzada. Tuve una sensación horrible de victimización de la mujer, de falta de defensa. Fue ese día en que me di cuenta de que las mujeres tienen que defenderse, proteger su naturaleza. Pero hay otra imagen, que tal vez sea mi primer recuerdo: mi madre cargándome en su regazo para ver algo que me anunció que era muy hermoso y que era la niebla. Debía de ser muy pequeña y recuerdo que entre los árboles sólo se podían ver figuras. Creo que, cuando era niña, sentí algo que hoy tengo claro: la no percepción global nos acerca a la esencia de un alma que está más allá de las cosas. Este es un pensamiento un tanto primitivo, que la gente oculta, pero yo vivo con él: muchos de nosotros tenemos la idea de que a nuestro alrededor hay algo aún por descubrir. Los físicos lo están buscando y no lo han descubierto. Porque es algo que no se explica sólo por el material que estudian en los grandes laboratorios, no. Es cualquier otra cosa de la que somos expresión.

Eso es casi religioso.
Es sobre todo filosófico. Pero se acerca a lo religioso porque me conmueve. Es la sospecha de que todos somos una especie de declinación infinita de una cosa que existe unida, el deseo de que exista un alma del mundo. También hay otra imagen de la infancia, más terrenal, relacionada con las botas de los hombres rurales. Los bisnietos de esos hombres no pueden imaginar cómo iban calzados sus abuelos portugueses. Recuerdo haber ido a casa de Joaquim Jerónimo, que era trabajador de mis abuelos, y verlo quitarse los zapatos. Tenía unas botas duras y torcidas, demasiado grandes para él, y cuando desató los cordones se vio que pesaban bastante y que no tenía calcetines. La bota estaba completamente cardada. Hoy en día la gente no sabe qué es una bota cardada. Estaba lleno de clavos muy pesados para no desgastar las suelas. Son imágenes tan poderosas que durante mucho tiempo me dio vergüenza contarlas. Pero ahora que el mundo es tan duro hay que contarlas, pues la vida puede retroceder en cualquier momento.

¿Ese hombre era heroico para usted?
Sí, heroico. Cuando llovía, no trabajaba y no recibía dinero. Tuve hijos de mi edad. La gente debe pensar en esto, debe pensar que no estamos libres de volver a ser así, hombres descalzos, como entonces.

Misericordia surgió de su madre. Más de un año después de la publicación del libro, ¿qué le ha significado escribirlo?
Lo escribí para hablar de la capacidad de una persona para resistir hasta el final y de lo humano que se es hasta el último momento. Por eso, la figura de Doña Alberti es simbólica de aquellas personas que se ubican en esos lugares que llamamos casas de reposo. Tuve una experiencia muy fuerte, y lo que hice no fue ni una denuncia ni un ajuste de cuentas: sólo quería hablar del sentido de la vida y de ese misterio que es la gente, sabiendo que tiene poco tiempo y queriendo vivirlo intensamente. Es un libro híbrido, mezcla de invención, crónica y biografía. Con la editorial pensamos mucho en cómo clasificarlo. Y se llegó a la conclusión de que sería una novela en el sentido que tiene hoy la novela: una obra abierta. No sabía que iba a hacer este libro, me quedé con esta difícil encomienda, porque nunca hubiera imaginado usar un título como Misericordia, ¿no? Es un título pensado por mi madre, no por mí. Pero escribí el libro sin miedo. De hecho, no puse ninguna esperanza en este libro.

¿En qué sentido?
Cuando publiqué Los memorables, pensé que el libro le diría algo a la comunidad. Pero este era un libro casi secreto, de mí para mí. Era una especie de apuesta, un desafío personal de alguien que el 8 de marzo –la última vez que la vi, sin saber que era la última– me pidió que lo escribiera. Y nunca más nos volvimos a ver. La tuve en mis manos, a los cuarenta días murió. Lo he contado con ingenuidad y sencillez. Pero hay gente que ha pensado que el libro era un llamado de atención.

El libro está en un nivel diferente a sus otras obras, más íntimo. ¿Significa un punto de inflexión en su escritura?
No, no, es un libro único. A excepción de las crónicas, no escribo sobre mí. De hecho, realmente creo que escribo novelas para no hablar de mí misma. Nunca imaginé que el libro sería tan leído y por eso siento una gran gratitud.

La novela acabó siendo un fenómeno, ganando varios premios. ¿Cree que hubo un consenso casi previo al libro en sí, por el tema que aborda?
No, eso no es cierto. No había expectativas para este libro. Ninguna. Eso es completamente falso, la editora no apostó nada por este libro. La editora francesa tampoco. Simplemente, fue un descubrimiento para los lectores. A finales de año [2022], Le Monde eligió diecisiete libros, y había una escritora francesa que, después de terminar de leer el mío, lo había besado y abrazado. Incluso me da vergüenza hablar de las cartas que he recibido que se refieren al libro desde un punto de vista literario. Cartas, artículos: la gente aquí no tiene idea de qué artículos se han publicado en torno a él. Pero aquí dicen que lo promocioné antes de que pudiera leerse.

¿Cómo reacciona ante las críticas?
Respeto mucho a los críticos y hay quienes son mis interlocutores válidos en el diálogo. Si no hablan de uno de mis libros, entiendo el mensaje que me están dando. La crítica inteligente es aquella en la que los críticos son socios o yo me convierto en su socia. Luego tenemos el otro, que es cómico. Es parte de la comedia en general; al fin y al cabo, todos somos vecinos, ¿no? Hay una frase que lo resume todo: si no soportas el calor, no trabajes en la cocina.

Tiene 77 años, ¿cómo vive esta fase del envejecimiento?
Todavía no puedo hacer una síntesis porque todavía no me han tocado cosas vitales. Sé que ya no tengo la misma apariencia, pero por dentro sigo siendo la misma. El libro pasa a hablar de esa eternidad que tenemos adentro, y Vergílio Ferreira también decía que somos eternos. Por otro lado, si pronto me quedo sin fuerzas, sería jactancia decir que estoy preparada. Envejecer es duro, es todo un golpe. Puede que hayamos nacido para la muerte, pero no para el sufrimiento. Que una persona no pueda moverse, que tenga que depender de otros, que tenga que mostrar su cuerpo a los demás… Una de las cosas más tristes es que una persona tenga que mostrar su cuerpo a sus hijos. Envejecer hasta el punto de abdicar de nuestro cuerpo.

¿Se mira mucho al espejo? ¿Es vanidosa?
Quizás sí. Pero no me peso, no me cuido, además de que no me gusta cocinar, y como tengo horarios irregulares, mi vida es muy desregulada. A veces, cuando voy a la peluquería, me doy cuenta de que en ocho días no me he visto la cara, que sólo la miraba mecánicamente. Tengo la idea de que nunca nos conocimos. Hay aspectos de nosotros que quienes nos ven desde fuera conocen mejor.

¿Qué palabras elegiría para etiquetar este tiempo?
Ayer pensaba en eso a propósito del libro Seis propuestas para el próximo milenio, de Italo Calvino. La última era “consistencia”, que nunca llegó a escribir. Para mí hoy la palabra tendría que ser “inconsistencia”. Y yo añadiría una séptima, “conflictualidad”. Vivimos en una época de profunda inconsistencia a todos los niveles; la realidad se ha vuelto inaprehensible, permanentemente cambiante y, por tanto, conflictiva. Es un momento de tal labilidad que no hay tiempo para que nada permanezca, se solidifique.

¿Una época volátil?
Una época, como la describió [Zygmunt] Bauman, una realidad líquida. Calvino todavía vivía en un mundo que era el de la caída del Muro de Berlín, un mundo de repente sin fronteras. Y ahora todo está nuevamente tribalizado.

¿Es esto sobre lo que escribirá a partir de ahora?
Nadie le mandó a mi madre que me hiciera con temperamento de antena. Podía ser más sólida, hacer una investigación sobre el siglo XIX o XVI, luego extrapolarlo y escribir un gran libro. Era mucho mejor y más sencillo. Pero no es mi realidad.

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